"No te enojes, no te preocupes, trabaja con entusiasmo, ama profundamente todo lo que te rodea y agradece al creador a diario todo lo que te da"

sábado, 20 de marzo de 2010

XXIIIMMX Cuento - La Elegida del mar.

La Elegida del Mar


Ya era avanzada la tarde cuando ella apareció en la playa. Se sentó en la arena, rodeando sus rodillas con sus brazos. Sintió el agradable frío de aquella hora. En silencio, con la mirada fija en el horizonte, esperó el atardecer. Vio como el cielo azul se teñía de rojo. Vio morir al sol y como el cielo fue invadido lentamente por la penumbra. Esa noche había luna llena, lo que indicaba que el momento era el indicado.



Joven y hermosa, se irguió altanera frente a la orilla del mar. Se despojó de sus ropas y completamente desnuda miró al cielo, encarando a la luna. Ambas se contemplaron un instante mientras el agua fría bañaba delicadamente sus pies. Su blanca piel resplandecía en la oscuridad con la misma intensidad de las estrellas de aquella noche. El frío viento, como un aliento de hielo, pasaba discretamente a su lado, rodeando su cuerpo, haciendo que sus negros cabellos acariciaran suavemente su espalda desnuda.

Entonces, miró al mar. Se sentía tan pequeña y vulnerable que no pudo evitar sentirse seducida por aquella inmensidad, llena de promesas de poder y libertad que cautivaban su espíritu inocente, sin darse cuenta de que encierra en secreto la tentación de la muerte, que asoma sus garras con cada vaivén de la olas. En ese instante vio el resplandor de la luna reflejado sobre las aguas. Era el momento esperado. Un camino plateado y brillante que se presentaba ante ella como una invitación. Podía sentir como el mar la llamaba, lo sentía en cada fibra de su ser, la atraía hacia sí invitándola a compartir su grandeza. Ella se dispuso a seguir aquel camino y entonces, dudó. Sintió miedo, frío y un ruido molesto e insistente. Una campanilla que no cesaba de sonar...

Despertó. Abrió sus ojos, apagó perezosamente el despertador y se quedó un instante mirando el deteriorado techo de su habitación, por el que se filtraban algunos rayos de luz anunciando la mañana. Era el mismo sueño de todas las noches, ya tantas que no recordaba cuando había comenzado. Un intrigante sueño que la llenaba de felicidad y a su vez, de insatisfacción. Le recordaba su juventud, cuando vivía en aquella antigua casita frente a la playa y se quedaba cada tarde contemplando los atardeceres sentada en la playa.
Se levantó por fin y se preparó para ir a trabajar. Mientras se peinaba frente al espejo, trataba en vano de recordar que día era. Es que todos eran iguales, como si viviera el mismo día una y otra vez en un ciclo interminable. Si no fuera por su cabello cano y los surcos cada vez más marcados en su rostro, no se hubiera dado cuenta de que el tiempo realmente había pasado.

Elisa salió como todos los días en la mañana a abrir el kiosco que tenía en una esquina de la plaza. Era lo único que su esposo le había dejado y ella lo atendía desde que él enfermó y luego falleció. Aquel día en que fue tan injustamente arrebatado de su lado, hace ya siete años. Una larga enfermedad que extinguió su vida poco a poco, como una vela que se consume hasta que finalmente se apaga. Treinta y ocho años de matrimonio reducidos a algunas fotografías, un hijo siempre ausente y su kiosco, en la esquina de la plaza.

Día tras día veía pasar a las mismas personas y vendía las mismas cosas, casi sin hablar con nadie. Sólo algunos se tomaban el tiempo de decir ¡Buenos días! o ¡Buenas tardes!. Nadie se molestaba en preguntarle siquiera como estaba, aunque fuera por vana cortesía. A través de la pequeña ventanilla veía el mundo como si viera la misma película una y otra vez por la televisión. Estaba tan acostumbrada a ese lugar que creía ver cómo crecían los árboles. No tenía mucho en qué distraerse. A veces recordaba a su único hijo, del que hacía meses no tenía noticias. Había dejado el hogar demasiado joven, para trabajar en faenas mineras. Después se fue a probar suerte a la capital. Ahora vivía en una ciudad del sur y estaba demasiado ocupado, o al menos eso creía Elisa, para comunicarse con su madre. La última vez que lo vio fue para el funeral de su esposo. Le dejó algo de dinero y se marchó a los tres días. El se había casado hace ya cinco años, allá en el sur. "Debe ser una buena mujer" pensaba siempre mientras atendía su negocio. No le quedaba más que pensar ya que no la conocía. Ya tendrían un hijo o dos. Una familia a la que pertenecía por derecho y a la cual sólo podía imaginar.

Dieron las seis de la tarde en el reloj de la plaza. Ni siquiera se había acordado de almorzar, lo que se estaba convirtiendo en costumbre. Como todas las tardes, guardó sus mercancías y cerró el kiosco con ese pesado candado que le daba seguridad. Se dirigía su casa, pero ese día, sin saber por qué, casi por inercia, se desvió. Caminó las escasa cuadras que la separaban del Paseo del Mar y bajó por la extensa escalera. Finalmente llegó a la playa y se sentó en la arena, como en aquellos años, a esperar el atardecer. Algunas lágrimas asomaron en sus ojos cansados al sentir la brisa en el rostro. Apretó la arena en sus manos, dejándola escurrir lentamente entre sus dedos para caer en su regazo. Siguió con la mirada el movimiento de las aguas dejándose hechizar por la música de las olas. Sólo por ese instante, el resto del mundo desapareció tras ella. Desató su cabello para que se moviera libremente con el suave viento. En su rostro usualmente inexpresivo se dibujó tímidamente el bosquejo de una sonrisa. Siempre se había sentido atraída por el mar. Era como si, de alguna forma inexplicable, su espíritu perteneciera a aquellas aguas. Esperó la caída de la noche y se dirigió a su casa. Apenas comió un poco de pan, se acostó y sin darse cuenta se durmió.

Esa noche se repitió el mismo sueño. Elisa llegó nuevamente a la playa con su belleza de antaño marchitada por los años. Se sentó en la arena a esperar el atardecer. Una vez que se fue el sol y emergió la luna, se puso de pie, se desnudó y se acercó a la orilla. Se quedó allí, erguida, desafiante, mirando la luna y luego al océano, sintiendo como el viento acariciaba su piel desnuda. Su largo cabello se arremolinaba a su alrededor. La luna brillaba con toda su intensidad reflejándose en sus grandes ojos soñadores. Entonces, apareció sobre las aguas el sendero plateado. Se acercó, sin temor esta vez. Sin dudas, sin pensamientos, sin recuerdos ni preocupaciones. Simplemente se dejó llevar por aquella eterna llamada y avanzó sumergiéndose lentamente entre las suaves olas. El frío del agua le llegó hasta los huesos, pero no vaciló. Se sumergió completamente y comenzó a faltarle el aire. Se le hacía difícil avanzar, pero iba entre decidida y hechizada y siguió sin titubear. El miedo intentó en vano apoderarse de ella. Siguió adelante hasta que vio resplandecer una luz en el fondo del mar. Se encaminó hacia ella como atraída por un imán. A medida que se acercaba el frío desapareció. No respiraba, pero tampoco se sentía ahogada. Fue sintiendo un leve calor que la rodeaba y le infundía seguridad. Como que la acogía de cierta forma y esa sensación se acrecentaba con la cercanía de la fuente de luz al mismo tiempo que una desconocida energía recorría todo su cuerpo. Sintió en su corazón un torrente de emociones que se atropellaban entre sí mientras que por su mente pasaban recuerdos a una velocidad impresionante, algunos ya completamente olvidados. Al fin llegó al lugar de donde provenía aquella luz, extendió su mano y sutilmente, la tocó. Aquella luz instantáneamente se expandió envolviéndola. Efectivamente la había estado esperando toda su vida. No puede describirse la sensación que aquello le produjo. Fue como si Dios mismo la cobijara entre sus brazos. Su espíritu se extendió mucho más allá de su cuerpo fundiéndose con el universo. Su alma se llenó de paz y felicidad y Elisa, por fin, pudo ser libre. Libre de verdad. Libre para siempre.

Era de mañana otra vez en la plaza. Hacía una semana que el kiosco de la esquina estaba cerrado. Algunas personas que diariamente pasaban por ahí comenzaron a preguntarse que habría pasado con aquella señora. Ya se habían acostumbrado a verla allí durante tantos años así como a cualquiera de las estatuas o los árboles del lugar, que la recordaban casi como a un monumento. Algunos curiosos intentaron averiguar que había sido de ella, pero se percataron que nadie sabía su nombre. Ese mismo día llegó la noticia. El cuerpo de la señora Elisa fue encontrado sumergido en el mar, completamente desnudo. Hubieron algunas reacciones de incertidumbre y compasión, pero a nadie le importaba de verdad. Muchos especularon e iniciaron rumores. La verdad, nunca se supo.

Dos días después se realizó el funeral. No había mucha gente. Algunas mujeres de alguna iglesia que asistieron por compasión, un sacerdote y un hombre que lloraba de pie junto a una mujer, con un niño a su lado y otro en sus brazos. Sobre el ataúd se encontraba la única fotografía que pudieron encontrar, tan antigua que estaba un poco arruinada. Sólo se distinguía el rostro hermoso de una mujer, de ojos grandes y largos cabellos negros, con una sonrisa, aparentemente junto a una pequeña casita frente al mar.

Fin

Por Anankhe

2 comentarios:

  1. Hermana, hermosa historia. Refleja la importancia y el misticismo que encierra el mar para las mujeres de pampa y océano, como nosotras.

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  2. Cuantas Elisas se cruzan apor nuestro camino, sin nombre, sin rostro, llevando una vida a cuestas en una abrumadora vida que circula sin sentido, sin destino...

    Un hermoso cuento, una bella descripción de un vida sencilla pero llena de imágenes. Por que cada persona es un tesoro infinito de emoción y recuerdos...

    Mi abrazo.

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